martes, 18 de octubre de 2011

VIAJAR CONTIGO...

Octubre avanza despacito, todavía no se resuelve el asunto de mi libertad y yo me desespero. La paciencia no es una de mis mayores virtudes, al menos no en este tipo de asuntos. Todo el mundo tiene miedo a tomar decisiones que no gusten a la jefa suprema, el resto importa un comino.
Una gestión que se ha realizado con anterioridad hasta tres veces, sin problema de ningún tipo, en mi caso se complica y se retuerce… Por cinco veces he abandonado proyectos planteados en razón de mi libertad. No se trata en ningún caso de caprichos personales, de viajes de placer, de vacaciones en Bahamas, ni de cruceros por el Caribe.
Simplemente deseo mi libertad para estar donde me necesiten, con la tranquilidad y el tiempo necesarios. Sin fechas ni obligaciones laborales. ¿Es tan difícil de entender?
Anoche me acosté temprano, me tomé dos pastillitas mágicas, y… a las dos y media de la mañana estaba sentada en el salón. Absolutamente atontolinada, pero sentadita preguntándome ¿qué hago yo aquí?
La inquietud que vivo me descoloca. No consigo paz interior.
Mario anuncia su partida y empieza  a trasladar sus cosas. Paso a paso, sin prisas. Jose Luis está totalmente hundido con este tema. “Nos quedamos solos…” me dice. Bueno, ya era hora ¿no? Contesto.
Entiendo a los dos y procuro que lo que yo siento, no traspase más allá de los límites de mi cerebro.
Tiene 37 años, es un hombre. Tiene que vivir su vida, necesita su espacio y con nosotros no puede tenerlo. Se va y le deseo que le vaya estupendamente, que todo le funcione de maravilla y, de paso, que quizá los dos solos empecemos a necesitar menos cosas cuando yo no trabaje.
Por lógica, ahorraremos dinero, saldremos despacito de los problemas mayores, y no será tan dramático como Gates quiere verlo.
Echaré de menos a mi niño. Nadie sabe cuánto. Sólo pido no perderle como estoy perdiendo a su hermano. No puedo perder más gente a la que adoro… El cupo está más que cubierto, y superarlo necesita tiempo, mucho tiempo.
Acabo de volver de la casa de la playa, he hecho un viaje relámpago para acompañar a mi gente en un momento en que necesitaban de mí. De mí, o de cualquiera de mis sobrinos. Yo he podido con más facilidad que ellos, el trabajo no está para jugársela y a mí, “para lo que me queda en el Convento…” Pues, eso.
La llegada a la casa intenté que fuera lo más normal del mundo y creo que lo conseguí. Lo duro fue todo lo demás. Amanecer, y no encontrarla. Tomar sola el primer café. Sentarme en el ordenador sin su compañía… y pasar los días más largos de mi vida entre aquellas paredes. Abrir un armario y encontrar su ropa, oler su perfume, ver su cama vacía, saber que nunca más va a estar en ninguna parte. Mi hermana, mi Merche, mi queridísima Merche.
Me volví con su coche, y lo cierto es que tuve una cierta precaución porque no se movía desde hacía tiempo, porque no sabía su estado general, y estoy mal acostumbrada a manejar coches prácticamente nuevos. De manera que, llené el depósito y salí en dirección a Madrid.
 Oye, siéntate aquí conmigo, ponte el cinturón, y no te preocupes. No correré demasiado, y a mitad de camino, nos tomamos un café y llamamos a Julica ¿vale?
No sé si se sentó, pero me gusta creer que lo hizo.