La noche es mágica. Ya no tendré tiempo…, pero después de leer el primer tomo de la trilogía “La brújula dorada” ¡¡¡Yo quiero ver la aurora boreal!!
La descripción de su belleza, las lágrimas que derrama Lyra contemplando el cielo, lágrimas que se convierten en escarcha y no terminan de caer... Mi imaginación es desbordante, pero me encantaría viajar al Norte en un trineo. Envuelta en pieles y con un oso acorazado como amigo íntimo.
La película se quedó ahí, en ese primer tomo. Y es imposible plasmar en imágenes lo que allí se narra. La magia que desprende cada capítulo, el canto a la solidaridad, a la amistad.
Estas historias fantásticas me entusiasman si están bien relatadas. Me enganchan desde la primera página y me transportan a retazos a una infancia que me niego a relegar. La vida se encarga de envolvernos en su vorágine y yo me empeño en mantener viva la niña que un día fui. Todo esto camina conmigo a lo largo del tiempo. Y no es nostalgia. Es, probablemente, orgullo de haber vivido esa etapa con la fuerza y la alegría correspondientes a la edad.
Pequeñas frustraciones de entonces fueron colmadas más tarde, cuando llegaron los perros a casa. Mi madre no quería perros, y mi padre nos traía pequeños gatos para compensar. Nunca he tenido buena relación con los gatos desde entonces…
Me encanta la fidelidad incuestionable de los perros, debe ser que siempre he tenido suerte con ellos, que han sido divinos todos. Cariñosos, nobles, obedientes.
Ya saben, insomnia…