miércoles, 29 de diciembre de 2010

El adiós...

Tengo tantos años ya, que he superado algún que otro sarampión. El primer “muerto” que vi en mi vida, estaba expuesto en una casita en el campo de El Mirador, la flaca y yo (2 enanas que se pasaban el día por los bancales) nos asomamos por la ventana y nos quedamos lívidas ante la visión de una ancianita amarillenta rodeada de velas…
Mis miedos se disipan enseguida y, a estas alturas, diría que inmediatamente. Después de aquello la vida se ha encargado de curarme de espantos. Aprendí enseguida que los muertos no pueden hacernos ningún daño, que a quien hay que temer es a los “vivos”.
Pero este ha sido un año con muchos sobresaltos, mucha, demasiada gente querida con problemas de salud… Y además, Teo. Hace veintiún años se incorporó al Parque Empresarial, andaluz de Guadí (Guadix, Granada) con toda la sorna y la cachaza que corresponde, con un sentido del humor y un amor por la vida inconmensurables. Padecía de vértigo, de ése que producen las alturas, y un día tuvo que subir al tejado de la Caracola para sellar una gotera. Subió varios peldaños de la escalera enorme que teníamos, y a medio camino temblaba como una hoja, mitad de miedo y mitad de risa.
Desde abajo nos desternillábamos de ver a un tío tan grande perder color poquito a poco.
El día 23 de diciembre cumplió 49 años (le hacía especial ilusión llegar a esa fecha). Y el día 27 cerró los ojos definitivamente después de una lucha sin cuartel contra una sentencia de muerte irrevocable.
Ayer, en el Tanatorio, recordábamos con sus 14 hermanos las anécdotas, los sucedidos, los trasteos y las gamberradas, la alegría, la fuerza imparable con la que entabló su guerra a primeros de septiembre. No quería morir, y lo decía con toda su alma. Los médicos (que merecen un escrito aparte…) quisieron ayudarle en la batalla, y le sometieron a varias labores de “fontanería” para que pudiera alimentarse. El páncreas es un órgano cabrón. A día de hoy, nadie se salva si el cáncer anida en el páncreas.
Mi primera visita a Teo, se produjo a los diez días de su ingreso. Verle con 19 kilos menos, impresionaba. Y su color, el color de su piel y el blanco de sus ojos… amarillos profundos una y otros.
Ayer, en el Tanatorio, al verte… Confieso que no fui capaz de reconocerte, Teo. Y casi lo prefiero así. Conmigo quedará el gigantón tembloroso agarrado a la escalera, el comensal del Charolés (Navidad del 98) que se sentía cohibido en un sitio tan caro, y al confesarlo, recibió una rociada de bolitas de pan por nuestra parte así, para romper el hielo. Quedará tu gracia andaluza, tus chistes, tu alegría.
Adiós, Teo. Ahora estarás haciendo reír a ángeles y demonios. Adiós, compañero y sin embargo, amigo.

martes, 14 de diciembre de 2010

Navidad…

Me encantaba cuando era niña. Mi padre nos montaba un belén precioso hecho por él mismo con cajas de cartón, con luces, ventanitas de celofán de colores…
Íbamos a la Plaza Mayor a comprar figuritas, hacía un frío tremendo, pero estaba todo iluminado y la gente parecía feliz y despreocupada. Vendían artículos de broma, increíbles “inventos” absolutamente simples que nos divertían a los niños.
Mi padre era un rey, el más grande de todos. En Nochebuena, recorríamos los pasillos de la casa sacudiendo tapas de cacerolas ante el espanto de mi madre. El rey…, no, el REY nos divertía con sus ocurrencias y nos destripábamos de risa por cualquier cosa.
Mamá compraba cosas para las fiestas, que no se veían en todo el año. Turrones, peladillas, pasas, figuritas de mazapán y, recuerdo especialmente, una botellita con líquido verde que intentaba ser un racimo de uvas: Pipermín, se llamaba el invento. Estaba asqueroso, porque lo probé una vez y decidí aborrecer el alcohol después del experimento.
Eran especiales esas fechas. Muchos años después, he soñado con una Navidad que jamás se ha producido y que hoy, sé que no se producirá jamás.
Crecer tiene ese problema, se aprende sobre la realidad y se olvidan los sueños.
Luego llegaban las fiestas de los Reyes Magos, la ilusión y los nervios, el empeño en permanecer despiertas para ver a los camellos y darles polvorones a los Reyes. Finalmente caíamos rendidas y, muy temprano, nos levantábamos presas de la histeria para encontrar los regalos.
Todo era mágico, montones de cosas nos esperaban en sus envoltorios. Cajas de pinturas de colores, cuentos, muñecos, juegos de mesa… ¡¡Yo quería una pistola!!
Decía mi madre que un año me pusieron una pistola, pero no lo recuerdo.
El REY no está, la Reina tampoco. Puede que no haya sabido transmitir a los míos el espíritu de “mis” Navidades, quizá sea culpa mía. A pesar de todo, aún hoy, me despierto temprano y me dirijo al salón con el corazón alborotado, para finalmente servirme un café y tomarme un trocito de roscón en el silencio y la soledad, mientras los demás duermen.
Navidad…