Tengo tantos años ya, que he superado algún que otro sarampión. El primer “muerto” que vi en mi vida, estaba expuesto en una casita en el campo de El Mirador, la flaca y yo (2 enanas que se pasaban el día por los bancales) nos asomamos por la ventana y nos quedamos lívidas ante la visión de una ancianita amarillenta rodeada de velas…
Mis miedos se disipan enseguida y, a estas alturas, diría que inmediatamente. Después de aquello la vida se ha encargado de curarme de espantos. Aprendí enseguida que los muertos no pueden hacernos ningún daño, que a quien hay que temer es a los “vivos”.
Pero este ha sido un año con muchos sobresaltos, mucha, demasiada gente querida con problemas de salud… Y además, Teo. Hace veintiún años se incorporó al Parque Empresarial, andaluz de Guadí (Guadix, Granada) con toda la sorna y la cachaza que corresponde, con un sentido del humor y un amor por la vida inconmensurables. Padecía de vértigo, de ése que producen las alturas, y un día tuvo que subir al tejado de la Caracola para sellar una gotera. Subió varios peldaños de la escalera enorme que teníamos, y a medio camino temblaba como una hoja, mitad de miedo y mitad de risa.
Desde abajo nos desternillábamos de ver a un tío tan grande perder color poquito a poco.
El día 23 de diciembre cumplió 49 años (le hacía especial ilusión llegar a esa fecha). Y el día 27 cerró los ojos definitivamente después de una lucha sin cuartel contra una sentencia de muerte irrevocable.
Ayer, en el Tanatorio, recordábamos con sus 14 hermanos las anécdotas, los sucedidos, los trasteos y las gamberradas, la alegría, la fuerza imparable con la que entabló su guerra a primeros de septiembre. No quería morir, y lo decía con toda su alma. Los médicos (que merecen un escrito aparte…) quisieron ayudarle en la batalla, y le sometieron a varias labores de “fontanería” para que pudiera alimentarse. El páncreas es un órgano cabrón. A día de hoy, nadie se salva si el cáncer anida en el páncreas.
Mi primera visita a Teo, se produjo a los diez días de su ingreso. Verle con 19 kilos menos, impresionaba. Y su color, el color de su piel y el blanco de sus ojos… amarillos profundos una y otros.
Ayer, en el Tanatorio, al verte… Confieso que no fui capaz de reconocerte, Teo. Y casi lo prefiero así. Conmigo quedará el gigantón tembloroso agarrado a la escalera, el comensal del Charolés (Navidad del 98) que se sentía cohibido en un sitio tan caro, y al confesarlo, recibió una rociada de bolitas de pan por nuestra parte así, para romper el hielo. Quedará tu gracia andaluza, tus chistes, tu alegría.
Adiós, Teo. Ahora estarás haciendo reír a ángeles y demonios. Adiós, compañero y sin embargo, amigo.