Un año
entero.
Un
siglo eterno.
Un
instante para que la vida te dé un trastazo tan inmenso, que aún estoy
conmocionada y no termino de creerlo ni entenderlo. Un verano sin ti es
suficiente para comprender qué difíciles son todas las cosas que tú hacías
sencillas, que el motor se ha gripado y no puede cambiarse por uno nuevo, de
manera que habrá que llevarlo al desguace e intentar hacer el camino de otra
forma.
Papá y
mamá nos faltaron a las dos juntas y, juntas remontamos muchas cosas que hoy no
tengo ni fuerzas ni ganas de enfrentarlas sola. Mi hermana, mi amiga, mi
confidente, mi cómplice… ¡¡Qué vacío tan inmenso!!
La vida
sigue, pero sin ti se ha vuelto una cuesta arriba imparable. La tristeza está
instalada en lo más hondo y no hay manera de sacarla y arrojarla lo más lejos
posible.
He
querido creer en un más allá, te he llamado, te he sentado junto a mí en los
coches… Y no creo en nada que me permita el consuelo. ¿Dónde estás? ¿Por qué no
me escuchas? ¿Por qué no te veo? El camino –insisto- es muy cansado y muy
cuesta arriba. Añoro nuestras conversaciones telefónicas, esas en las que
empleábamos más de una hora con lo poquito que te gustaba el telefonito. Pero
nos decíamos todo lo que necesitábamos y descargábamos una en la otra. A partir
de ese momento, el día discurría de una forma diferente, más animado. Nos
entendíamos hasta sin palabras, nena, sólo con mirarnos cuando estábamos
juntas. Y me has dejado sola.
Hace
mucho que no escribo en este blog, pero hoy tenía que hacerlo.
Es mi
forma eterna de sacar lo que me inquieta, lo que me duele. Escribir largo y
tendido, desnudar mi alma en negritas. Con el tiempo he aprendido a hablar,
pero esto sigue siendo un escape y una forma de gritar al viento.
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