Por si hubiera
carteros ahí en el cielo, quiero escribirte esta carta, hermana. Se acerca una
nueva Navidad sin ti y, aunque rara vez la pasábamos juntas estos últimos años,
la ausencia, tu ausencia, es más que evidente y añorada.
Recuerdo un año en
que nos juntamos todos, todos, ya sin papá y mamá. El “amigo invisible”… Una
Navidad perfecta en la que podía disponer de lo suficiente para regalar cositas
a todo el mundo, para pasar la noche en el hotel y bajar tempranito por la
mañana a “nuestros desayunos”. Siempre estará en mi recuerdo, porque así es
como a mí me gustan las navidades.
Hay fotos de esa
noche. Y ¿sabes?, me hubiera gustado tener otra similar de la boda de Patricia,
y sin embargo no existe… Nos parecíamos en nuestro horror por las fotos, ni a
ti ni a mí nos gustaban y huíamos como dos posesas de las cámaras. Hoy lo
lamento, quisiera una nuestra, las dos juntas. Y no existe.
Esta además será mi
primera Navidad jubilada… Jubilosas jubiladas íbamos a ser, juntas. Y me has
dejado sola y jubilada a secas. Íbamos a disfrutar al máximo nuestra libertad
–bien ganada, por cierto- y teníamos el resto de la vida por delante, montones
de páginas en blanco de nuestro libro por rellenar de vivencias.
Los últimos
acontecimientos de mi familia, me han dejado el ánimo por los suelos y no sabes
cuánto he llorado. Impotencia es la causa. Saber que no puedo solucionar los
problemas que surgen, me agota física y mentalmente. Mi problema es siempre el
mismo, lo que cambia es el escenario. El causante se mueve por su cuenta y ha
tocado teclas de un piano que yo no hubiera permitido de saberlo. Por eso he
llorado y he pasado noches en vela. Cuarenta años cumplirá, y no sé si es él
solito, o está acompañado en esta locura que suponen sus decisiones, y tú sabes
que siempre existe en mí la sombra de la duda.
Mis hijos son mi
vida, como los tuyos fueron la tuya junto con Manolo. Mario tiene defectos,
claro que sí, pero sus virtudes son las que me calientan permanentemente el
corazón. Le tengo menos de lo que me gustaría, por una cuestión de horarios,
pero sabe darme “la chispa de la vida” como si fuera una cocacola. A veces,
también me exaspera pero siempre acaba compensando la balanza en un equilibrio
perfecto. Y el otro tiende a desaparecer hasta que necesita algo y me duele. Me
duele tanto… Se aísla y me aísla, haciéndome sentir como algo de lo que se
esconde. ¿Por qué?
A lo largo de estos
años que lleva casado, se ha ido descolgando de mi mundo para integrarse,
quizá, en otro mundo que no comprendo porque no se parece en nada a lo que
hemos sido y somos en la actualidad. Yo no crié a mis hijos en esos principios,
quise que sintieran y aprendieran determinados valores, y hoy, veo que gran
parte de lo inculcado se ha diluido y se ha transformado en lo que sospechaba…
de la incontinencia verbal de su acompañante. Del rencor, ¿la envidia?,
aparentar, oropel, coches, casas… Casarse, hacerlo a lo grande, mejor que
cuantos lo hicieron antes que ellos. Y ahí empiezan los problemas. Que no se
terminan de solucionar jamás, porque se van engordando con la mayor falta de
previsión que nadie pueda imaginar. Mentir, mentir siempre. ¿Cómo no voy a
sentirme fatal por todo ello?
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